jueves, 25 de diciembre de 2014

Ajustar cuentas.


Los guachos juegan al fútbol en un campito. No hay arcos, ni está delimitado, excepto, por el muro coronado de vidrios, de una casa. Gritan, se animan, piden a la reina y se recontra calientan cuando alguno se la morfa mal y la pierde. De potreros así, salieron y salen jugadores que terminan jugando en la Celeste y hacían exactamente las mismas cosas o casi. Llevan horas y no pararan, hasta que la oscuridad les eche. La reina, va y viene, su cuero está bastante desgastado y algún hilo ya esta reventado y deshilachado anticipa el final del hermoso juguete, al que nadie considera tal y que les convoca, en una reunión pagana, a cada rato. Dejo de ser redonda hace tiempo, esa forma ovalada desencadena extraños efectos que solo algunos han domesticado, los demás porfían y no consiguen meterla donde quieren. El pase largo era una idea excelente, si salía, no solo fue fallido, no, encima, la reina cayo del otro lado del muro y todos los guachos, miraron al retrasado que la había tirado, no importaba que la idea era una genialidad que habría dejado al Pájaro solo, mano a mano con el Pato y eso era gol, si no salio, no vale, como en el Estadio los domingos, igual. Le tocaba ir a rescatarla. El dueño de la casa, era un rematado hijo de puta, siempre les puteaba, era grosero y le molestaba que jugaran al fútbol junto a su casa. Pedirle la pelota era inevitablemente, un trago amargo. Armándose de valor el Chueco, el retrasado que se creyó El Profe, arranco para el portón, aunque no llego a tocar timbre, el vecino le tiro el cadáver acuchillado de la pelota que cayó a sus pies, convertida en un pedazo de basura, exterminada su magia, que hacía a los guachos perseguirla, divirtiéndose, gritando y quemando horas y horas, sin hacer travesuras o sin delinquir, directamente sin delinquir.                                                

Se disolvieron insultando al vecino desgraciado, escupiendo terribles venganzas y preguntándose de donde carajo, sacaban otra pelota. Decretaron que el Chueco tendría que conseguir una, el la tiro al otro lado del muro, el debía conseguir otra. Era una sentencia inapelable y todos lo sabían, el Chueco fue a su casa, agarro la bici y se fue a merodear por las canchas de un colegio donde cada uno de sus alumnos, tenía una excelente pelota. Si, fue a robar la magia a otro barrio, uno donde sobraba. A las horas volvía a casa, con una flamante pelota metida, abajo en la camiseta, pero la guardo, antes de dársela a los demás, quería ajustar cuentas. El Chueco esquilmaba cada árbol frutal y todas las parras del barrio, solo se salvaba, la casa con muros coronados de vidrios. Estos podían ser eliminados pero el perro que patrullaba entre los muros era una fiera y el dueño de la casa, capaz de tener una escopeta, cargada con sal gruesa como mínimo; eso le había disuadido siempre, ahora no; la venganza es un derecho para el ofendido o ultrajado, máxime cuando nadie le velara sus derechos. Trece años son pocos o muchos, depende. Era un niño que no lo era en absoluto; para algunas cosas había nacido preparado, si se trataba de ser violento y elucubrar una venganza que debía ser ejemplar, era el único capacitado para pensarla y ejecutarla. No dijo nada de las ideas que manejaba, a nadie. Era su escaramuza y si le agarraban o salía mal, solo él, pagaría el precio, si ganaba, seria victoria de todos. Los códigos están para algo. Con astucia de animal salvaje, espero que el dueño de la casa saliera con su coche, eso descartaba la escopeta. Un pedazo de carne envenenado, desactivo los colmillos, esa era la parte que menos le gustaba, pero el mensaje tenía que ser claro y firme. Con un pedazo de ladrillo rompió los vidrios del muro, un metro más o menos de largo, una manta doblada, puesta encima del muro, donde ya no quedaban vidrios; le dio acceso al patio. Lo primero fue degollar al perro y evitarle más sufrimientos, lloro con amargura al hacerlo, una amargura profunda, sabía que jugaba con poderes que le quedaban grandes y no se engañaba respecto a si mismo, ni un cachito. Un serrucho Japonés, curvo, de sierra especialmente diseñada para cortar ramas, entro en acción. Las parras fueron las primeras en ser cortadas a pocos centímetros del suelo. Los árboles frutales que tenían un tronco accesible, cayeron cortados: varios limoneros, naranjos y tangerinos, un ciruelo y un manzano. Los de tronco grueso, vieron cortadas sus ramas: dos higueras, el laurel y uno que no sabía que era, pero asesino igual, con saña, frialdad y una determinación que hasta le dio miedo, al reconocerla. Salió por donde había entrado, saco la manta y se esfumo, seguía llorando. De pasada, devolvió el serrucho que había robado, cuando salió del cobertizo, su dueño le estaba mirando, ese niño le usaba las herramientas sin pedírselas, nunca se las quedaba ni las rompía, solo se las llevaba y después las traía, dio un paso al costado y le dejo irse. Verle jugando con su perro, como lo acariciaba y como le hablaba, siempre le maravillaba, ese perro quería mas al niño que a él, una punzada de celos lo atravesó y sin llamar al perro entro en la casa, no era maduro, claro que no, pero no era como para serlo, Boby durmió con el niño, bajo su cama, con otros perros, velándole las pesadillas que le inquietaban, sabiendo que en su casa no era bienvenido esa noche.                                                 

Antes de abrir el portón supo que algo no iba bien, no veía a Hueso, haciéndole fiesta, la casa parecía lúgubre. Cuando lo encontró, se sintió furioso, en la casa no faltaba nada, no entendía que había pasado y recién a la mañana, tomándose un café, cuando miro por la ventana y vio a su amado jardín, empezó a hacerse una idea. Pero fue cuando encontró la pelota que había destrozado, puesta en el tronco del laurel asesinado con extrema vileza, ojo por ojo y diente por diente, que entendió claramente. Los guachos corrían tras una reina nueva, flamante, redonda y obediente. Gritaban con entusiasmo, se insultaban con determinación y reían con toda la boca. El Chueco había cumplido al reponer la pelota perdida. El partido se paro cuando el vecino apareció, todos callados, preparados para rajar si las papas quemaban.

-Les traigo una pelota nueva, porque les rompí, la que tenían. Devolveré cada pelota que caiga en mi jardín, solo pido que nunca más, nadie, me mate a ningún perro, ni me destroce el jardín.-                                                                                           

El silencio que sigue a las palabras es intenso, todos los guachos miran al Chueco, si alguien hizo algo, fue él, si nadie sabe nada, fue él, si un adulto achica y recula, fue él; así lo deschavan y el vecino le estudia, no le gusta nada lo que ve, nada, nada, nada. No baja la mirada que parece afiebrada, detecta la agresividad, la furia apenas contenida y no puede tener ni quince años. Se va, bajo la mirada del guachaje que nada mas le pierde de vista, reanuda el juego. Todos y cada uno palmean al Chueco, ni le preguntan que hizo, nunca lo dirá, pero si domo a ese hijo de puta, entonces, todos ganan y se trata de eso, ganar alguna de vez en cuando, claro que si el Chueco esta de tu lado, hermano, la batalla podrá perderse pero el enemigo saldrá escaldado. Suena el timbre y el hombre sale, parado en el portón esta el niño que con seguridad le mato a Huesos y destrozo el jardín. Acunado en sus brazos un cachorrito, duerme.

-Tiene un mes, es hijo de mi perra. Cuídelo por mí.- Se lo da, gira y se aleja.

El Chueco no puede resucitar al perro que asesino, ni arrancarse del pecho, el dolor que eso supone, algo le dice que regalando un cachorro de su perra adorada, aliviara el dolor de su enemigo, puede que sea ofrenda de Paz y puedan tenerla en adelante. Y puede, puede, sabe que no, que le perdonen el pecado de haber asesinado al perro. El miedo a sus abismos le acompaña a casa, su madre le acaricia, su niño crece rápido, está hecho un hombrecito; muchos dirían que es algo más que eso, parece un niño desvalido, jajajajajjajajja, guambia, quien se lo crea, el guascazo, llegara por sorpresa y será devastador.

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