sábado, 4 de julio de 2015

Nimiedades que no lo son.


Con cada clase en la que participo, en cada una, confirmo que tuve excelentes Senseis. En detalles nimios y en los que son evidentes, resaltan y son visibles para cualquiera. En diferentes apartados que hacen al todo, desde el asunto de ponerse el Judogui en el vestuario a permitir que un compañero prácticamente 30 años más joven, te proyecte y al hacerlo crezca cómo Judoka. No todos los días ni en todos los Dojos, un Ni Dan te deja proyectarle, tantas veces cómo ataques buenos le hagas; ese privilegio que muchos no pueden entender, poco saben de esto y otros todavía no alcanzaron a comprender, nace en aquellos Senseis que tuve y me trasmitieron ese saber, la sabiduría que enraba, que esconde. Y hoy, otro Sensei valora en su exacta y justa medida, sabe perfectamente lo que hago y los motivos, no necesita agradecérmelo y lo hace al ponerme con sus potrillos, mostrándome la confianza que eso supone. Se me desarma el Judogui, me giro cara a la pared, desato el pantalón, lo acomodo y ato con firmeza, arreglo la chaqueta y ato el cinturón; ya estoy en condiciones de seguir; toca Ne Waza, técnicas de suelo y estamos con unas que requieren agarrar las solapas, mi compañero manifiesta socarrón que debo ser el único que lleva el Judogui tan arreglado, le digo que así, jamás podrán usar contra mí, mis propias solapas, me desarma el Judogui mientras pienso en Sensei Firpo, no le agarrabas una solapa ni a palos o Sensei Erlich al que tampoco se la ganabas. Detalles nimios que al final no lo son tanto; si tus solapas no están a merced de tus rivales, no serán usadas en tu contra, fácil de entender, ¿verdad? El Judogui bien puesto no solo es bonito, no solo es protocolario, no solo es una muestra de disciplina y respeto; es además combate en su expresión más pura, es una estrategia de combate. Como el cinturón escurrido en las caderas, aunque ahora no se pueda agarrar, sigue estando ahí y sigue siendo una manija que si es agarrada, resulta muy potente. Hasta un cierto punto, fue chiripa, suerte, planetas alineados; desde ese punto, hasta este donde me encuentro, fue trabajo. Ellos, mis Senseis, no se planteaban si era demasiado lo que me pedían y a mis compañeros o lo sería, solo exigían para que sacáramos todo lo que fuéramos capaces de dar; no cómo ahora que se trabaja suavecito, no sea cosa que se asusten y se vayan, dejen de pagar la cuotita y ves perversiones que son derivadas de esa política tan equivocada y tan actual. Y lesiones perfectamente evitables si se enseñara a caer tal y cómo se debe hacer y si se enseñara a aceptar que no se puede ganar siempre. Poder reír y disfrutar, cómo lo hago actualmente en el tatami, aunque este lejos de poder hacer todo cómo es debido, es un privilegio añadido que me he ganado a base de trabajar sobre lo que me enseñaron hace ya mucho tiempo, las brazas de aquel fuego sagrado, digamos que pueden volver a arder si consigo llegar a un estado físico decente. Es obligar al Sensei a pararme para que no me pase de vueltas al tener el motor todavía fuera de punto y hacerle reír asombrado, cuando me ve porfiar decidido, tratando de hacer una más o dos; estirando al límite, buscándolo y sobrepasándolo, nadie me obliga, yo lo hago. Los privilegios se ganan, siempre; aunque no me gane tener a dos genios, dos monstruos enseñando Judo y a otros que colaboraron activamente y que no suelo nombrar pero recuerdo perfectamente: era el hijo de Firpo, del Viejo Firpo o Viejo a secas pero no fue eso lo que les llevo a trabajar conmigo, hoy se que lo que les empujo a limar mis aristas, fue ver las ganas que le ponía, esa búsqueda permanente de respuestas y la entrega total, cuando estaba con el Judogui y bajo las plantas de mis pies, había tatamis de paja de arroz o de lo que usando la inventiva, convirtieran en un tatami y en ese proceso, Sensei Marcelo Erlich fue más determinante que Sensei Firpo. Hoy, cuando veo a alguien que se esfuerza, cómo ellos, le enseño, le corrijo y le guio para que pueda encontrar su camino dentro del Judo, de alguna manera, eso hace que el circulo se cierre pero a su vez lo convierte en un sin fin de círculos; algunos de esos jóvenes, dentro de tres décadas, harán lo mismo con otros jóvenes, perpetuando lo que Jigoro Kano nos regalo y muchos se empeñan en convertir en otra cosa, desde la ignorancia, que no les disculpa lo más mínimo o desde la soberbia que les condena irremediablemente.                                                                                         

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