domingo, 27 de agosto de 2017

Veintidós segundos.



Es el tiempo que queda para que termine el Randori. Somos impares por lo tanto queda un compañero libre que entra con quien es proyectado, el ganador descansa, yo estoy descansando. Un compañero proyecta, quedan veintidós segundos que serán menos de veinte tras los saludos; llevamos nueve minutos con treinta y ocho segundos de Randori sin parar, solo respira quien proyecta, he podido respirar, pero no he recuperado, la edad pesa lo suyo; no tengo mucho más que dar, pero vaciare lo que quede buscando conseguir un Ippon. Es lo que se debe hacer.
Un ejercicio que me enseñaron hace décadas, este tiene la variante de que no se descansa a menos que proyectes y de que según lo consigas te vas poniendo con otros compañeros, no hay tiempo para especular ni que perder. Antaño, no había reloj en la pared, el Sensei decía que quedaban quince segundos o diez y tenías que apretar, quien proyectaba había ganado el Randori, aunque hubiese caído en el transcurso del mismo, una o más veces; se le consideraba vencedor. Otro juego de Judokas solo apto para Judokas, tenemos muchos, todos intensos, todos exigentes y absolutamente todos son divertidos.                                                                                                                       

La idea es que consigas superar al otro en ese lapso breve de tiempo, que aprendas a arriesgar y revertir una situación adversa o a conseguir imponerte si vas empatado o perdiendo y participas de un campeonato. Porque al arriesgarte con el otro sabiendo que lo vas a intentar y que prepara a su vez su estrategia, te pones en la posibilidad de cometer un error y verte proyectado. Todo a máxima velocidad, no hay tiempo.
Veo cómo proyecta un compañero, ya sé quién me toca, respiro hondo y avanzó para estar situado cerca en cuanto saluden, saludar y aprovechar esos menos de veinte segundos que tendré. Es joven, en etapa de competición, superándose, ganando técnica, fuerza, velocidad, fortaleza mental y seguridad en sí mismo y en sus posibilidades en cada semana, en cada clase. No le doy tiempo a que haga nada, le gano el agarre y lo sacó limpiamente, quedan ocho segundos como constató arreglándome el Judogui mientras el Sensei sonríe ante mi temeridad, mis ganas y esa estrategia suicida que he usado al ir sin reparos a buscarle, convencido de que no solo no había tiempo, tampoco tenía que darle facilidades.
El potrillo acaba de descubrir que el veterano saca fuerzas de donde se supone que no hay, malas ideas me sobran siempre, y combinaciones, amagues, mucho humo, le engañe vilmente pues nunca hago eso con ese agarre, esperaba mi ataque favorito y eso le condeno; amen de no ir él mismo a buscar un Ippon.
Por mi parte sé que en menos de un año él me cuidara o no durare un minuto en un Randori juntos; en ese lapso de tiempo le seguiré mostrando las retorcidas artes de un luchador veterano, de un Judoka que jamás muestra debilidad ni excesiva fortaleza y después trabajaremos juntos para que aprenda que en veinte segundos caben más de un Ippon; que el agarre de siempre muestra un camino y da demasiada información al compañero y que dependiendo de cómo use esa herramienta, será a su favor o en contra.

Conseguir engañar al otro es prácticamente ganarle, hacerle creer que vas a atacarle con A y que le metas H, es cazarlo completamente vendido en una reacción anti A que era justamente lo que pretendías. Si sos capaz de tener combinaciones trabajadas y no dejarle respirar y mucho menos pensar, le proyectaras con seguridad, aunque consiga pararte el primer ataque.                                                                         

Llegar hasta ese punto del juego lleva tiempo, décadas me ha insumido a mí; ver que quedan veintidós segundos y que te sobren ocho para proyectar tras haber saludado te lleva a pensar en cuando tú eras quien salía volando, incapaz de parar al ataque del veterano que no parecía tener nada de resto pero que sacaba fuerzas de algún recóndito lugar de su ser para estamparte incontestablemente.                                                       
El círculo se cierra, cada pieza va encajando perfectamente en su lugar, de alguna manera devolves aquello que te dieron, que te regalaron con generosidad espléndida y con una esperanza: que tras décadas de trabajo fueras capaz de trasmitírselo a otros de la única manera que puede hacerse, con un Judogui, sobre un tatami, en un Dojo.         

Se les enseña a todos y se tiene esperanza en que algunos lleguen a ser capaces de regalárselo a los que recién desembarcan en esto que llamamos Judo para asegurar la herencia y que perdure.
Busco oxígeno, camino arreglándome el Judogui y evoco a un querido Sensei que nunca se consideró como tal pero que siempre lo fue: Alfredo Melera. Dedicó cientos de horas al joven e irreverente que supe ser, me proyecto innumerables veces, me desarmo en Ne Waza en cada Randori; se recontra calentó conmigo infinidad de veces y jamás se permitió abandonar, dejar de sumar con él Sensei para ver si me llevaban al Camino y me mantenían en él. No le nombro, no le gusta pero estoy en fase travieso.

¡Gracias Alfredo Melera!

No hay comentarios:

Publicar un comentario