Día horribilis.
Es la culminación,
de una semana
tétrica, ficho la
salida del trabajo,
más asqueroso que jamás haya
desempeñado, me cambio
y en piloto
automático, camino hacia
el coche. Me
siento y lloro,
la frustración, la
rabia y el
desencanto, roen mi
alma. Esa mañana,
a las 06:30, prepare
la mochila, sin
ganas, metí todo
y baje para
ir al trabajo,
la deposite en
la valija del
coche y ahora
esta recalentada, por
el sol duro,
del verano. En
estos momentos, tengo menos ganas,
si eso es
factible, de ir
a entrenar. Dedico
casi, un cuarto
de hora, a
llorar sin consuelo
y analizar, fríamente,
los daños. Es
grave, estoy descentrado,
violento y me
siento miserable; en
esas condiciones, no
soy un hombre,
no soy nada
y solo hay
una terapia efectiva,
lo sé, únicamente
una, con la
capacidad, de devolverme
la tranquilidad y
algo de armonía,
pero requiere, que
yo ponga de
mi parte. Requiere
coraje, requiere voluntad,
requiere fe y
requiere, que en algún momento,
de los próximos
40 minutos, recuerde
cosas, que aprendí
y estoy ignorando
u obviando. Recuerdo, que
persigo desde los
13 años, con la tenacidad
y convicción, que
no tengo, para
otras cuestiones, pero
si para esta y tras
arrancar el coche,
voy al gimnasio.
Me ducho largamente,
lavo mi cuerpo,
mi mente, mi
alma; las lagrimas,
se mezclan con
el agua y
voy vaciando mi
mente, de todo
lo que soy
capaz. El Judogui
me acaricia, con
una sola promesa:
sudaras; ato correctamente
mi cinturón, que
me recuerda mis
responsabilidades,
adquiridas, al obtenerlo.
Subo llorando, saludo
al tatami y
entro. Mis compañeros,
que han llegado
temprano, al verme,
saben lo que,
no deben hacer,
bajo ningún concepto: tenerme
lastima o piedad
y no me
la tienen. Es
lo bueno, de
tener compañeros, te
conocen, ya te
han visto llorar,
con anterioridad. Al
saludar, ya no
siento ni pienso
nada más, que
en Judo y
a la segunda
caída, me siento
cómodo, protegido, rodeado
de amigos. El
Judogui cumple y
se empapa, generoso.
Los combates son
duros, exigentes, mis compañeros se
prodigan, saben que necesito desconectar
y que esa
es mi manera,
se brindan, generosos
también. En la
ducha, cansado, siento
un bienestar, que casi tres
horas, antes, se
me antojaba, imposible.
Ignoraba, que serian
8 meses horrorosos
e ignoraba, que
solo me derrumbaría,
al dejar de
entrenar. Ignoraba, que
destrozado, roto; seria
el Judo, quien tiraría suavemente
de mi, para
levantarme y me
aguanto y aguanta,
con firmeza, como
si no estuviera
dispuesto a dejarme
caer, de semejante
manera, nunca más.
El Judo,
me hace mejor,
desde hace décadas;
me salvo la
vida, literalmente, me
dio amigos, códigos,
reglas, valores, una filosofía de
vida y cuando
todo estaba perdido,
me susurro, que
tuviera fe en
mi y en él, que
confiara en las
enseñanzas recibidas y
en la experiencia
adquirida. Un Judoka
se levanta, no lo
hace, cuando está
muerto, hasta entonces,
se levanta y
me levante, como escribí, con
mi Judo, sosteniéndome, tirando
con suavidad, dándome
seguridad. En las épocas
buenas: Judo. En las épocas malas: Judo.
En la enfermedad
y el horror: Judo. Ante
la duda: Judo. Siempre
es y ha
sido Judo, mi única certeza
vital, además de
saber, que un
día, moriré.
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