Al poco tiempo de vivir en Valencia, estuve trabajando en un
lugar cercano llamado Port Saplaya. En coche no llega a diez minutos de viaje, pero yo lo hacía en
bicicleta. Por la mañana, a eso de las diez era relativamente sencillo llegar,
pero el regreso a las dos o tres de la mañana la cosa se ponía fulera.
Y era así porque acampan en la zona unas familias Gitanas en
caravanas, y tienen una perrada de aúpa, no menos de una docena, que iba desde
el de aguas pequeñajo al mastín capaz de enfrentar lobos. Estaban sueltos y campeaban a sus anchas, que
eran muchas.
Salir medio reventado de trabajar desde las diez de la
mañana y que fueran las tres y saber que te quedaban trescientos metros de puro
miedo, y que no había más huevos que pasar por ahí, noche tras noche te hace más
duro pero tenes que serlo ya antes de encarar a la perrada, la noche y esas
gentes.
Suerte que me crie frente al Roosevelt, y aprendí de chico a
torearle al miedo. Claro que aquel parque me hablaba y yo entendía su idioma.
Cada ramita, cada hojita sonaba distinto, no es igual el ruido de la rama que
barre el suelo por el viento que la que esta caída y se mueve. Las sombras
asustan pero nada se puede mover sin delatarse, la hojarasca delata cualquier
movimiento por eso la prueba suprema de valor era cruzarlo después de una buena
lluvia, ninguna ventaja para la presa, todo a favor del cazador pero nunca me
considere una presa fácil y cuando cruzaba el parque por el medio daba por hecho
que todos mis conocimientos eran validos para defenderme, no solo los de Judo.
Igual fueron tres meses de miedo nocturno, solo
descansaba los lunes, la única noche que no temía caer enredado entre mandíbulas
en una zona donde nadie me ayudaría. Deje el trabajo el dia que antes de ir a trabajar
me descubrí llorando y ¡todavía faltaba todo el dia por delante
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