Periódicamente sale a la palestra el tema de lo peligroso
que resultan algunos juegos y como los niños se pueden lastimar.
Invariablemente recuerdo mi niñez y sonrió embobado porque aquellos sí que eran
juegos, súper peligrosos algunos, claro que sí.
En el barrio varios niños teníamos caballos por lo que jugar
a Indios y Vaqueros tomaba dimensiones épicas.
Nos enredábamos en simulacros de combate en lo que solo
faltaban los cuchillos y las armas, lo demás estaba todo: arcos y flechas
caseros y hermosas lanzas. Vernos pasar chillando persiguiéndonos debió ser
todo un espectáculo, caerse o rodar al galope tendido era un peligro cierto y
de tanto en tanto pasaba con las consabidas risotadas de los contrarios. Uno
de los objetivos del juego era descabalgar al otro. Resultaba del todo
improbable que cayeras de pie, aterrizabas como podías te parabas lo más rápido
que pudieras y salías corriendo a guarecerte porque los contrarios te perseguían
con los caballos. En ocasiones valía la pena hacerte el lesionado, fingir que estas
muy magullado pero había que hacerlo bien porque si te pillaban lo pasabas mal,
dejabas de ser un herido y pasabas a ser enemigo nuevamente. Y más te valía correr rápido y ponerte a
cubierto.
Algunas
madres tenían la costumbre de salir a llamar a sus retoños obviando que estaban
en medio de una escaramuza bastante complicada o ignorándolo lisa y llanamente
con lo que provocaban que alguno se despistara y fuera desmontado de un certero
lanzazo. La madre gritaba indignada por su revolcado retoño ante las risotadas
del resto que disfrutaban doblemente. Por el derribo y por la indignación de la
madre que se enfurecía mas.
Era un juego lleno de peligros en los que nunca se lastimo
nadie más allá de algunos rasguños, pasamos tardes espectaculares ululando y
galopando por el barrio, desmontando o siendo desmontados a puro chuzazo,
aprendiendo de verdad a andar a caballo. Divirtiéndonos en una palabra.