lunes, 2 de abril de 2012

La siesta.




Era de obligado cumplimiento en las horas de calor más tórrido del verano. Eso era lo que decían nuestros padres que no podían evitar que nos levantáramos y dedicáramos a jugar lo más silenciosamente posible, para evitar que nos descubrieran y nos mandaran para la cama.  Lo que más nos entretenía era cazar pájaros con un trampero. Con un hilo largo y resistente, un palo y un cajón ya teníamos el artilugio preparado, solo faltaba un poco de maíz o pan duro como reclamo, para los pájaros.

Después de preparar todo había que armarse de paciencia y esperar que algún plumífero incauto se metiera debajo del cajón, momento en el que había que tirar fuerte del hilo y si se coordinaba todo bien, el pájaro quedaba en el cajón. Con la presa en el cajón venia la parte más delicada del proceso que era agarrarle sin que se volara. La dificultad viene dada por el hecho de que hay que levantar una poco el cajón para agarrarle y se suelen volar por ese sitio la mayoría de las veces. Exacto,  nos hacíamos con el pájaro prácticamente nunca lo que no nos quitaba entusiasmo ni le dedicábamos menos horas por eso.

Con el cajón el problema es que pocas veces se atrapaba al pájaro, si encima le sumamos que hacerse con uno era harto difícil, el entretenimiento se hacia un poco menos interesante de lo debido, cuestión que fue resuelta cambiando el cajón por un marco con tela para mosquitos.  Ahora sí que caían como moscas aunque era más difícil agarrarles  si no querías romper la tela que era de plástico y muy dada  a romperse. No agarrábamos a ninguno, todos se escapaban pero no sin antes haber sido atrapados y eso era recompensa suficiente y mil veces mejor que dormir la siesta.