Era de obligado cumplimiento en las horas de calor más tórrido
del verano. Eso era lo que decían nuestros padres que no podían evitar que nos levantáramos
y dedicáramos a jugar lo más silenciosamente posible, para evitar que nos
descubrieran y nos mandaran para la cama.
Lo que más nos entretenía era cazar pájaros con un trampero. Con un hilo
largo y resistente, un palo y un cajón ya teníamos el artilugio preparado, solo
faltaba un poco de maíz o pan duro como reclamo, para los pájaros.
Después de preparar todo había que armarse de paciencia y
esperar que algún plumífero incauto se metiera debajo del cajón, momento en el
que había que tirar fuerte del hilo y si se coordinaba todo bien, el pájaro quedaba
en el cajón. Con la presa en el cajón venia la parte más delicada del proceso
que era agarrarle sin que se volara. La dificultad viene dada por el hecho de que
hay que levantar una poco el cajón para agarrarle y se suelen volar por ese
sitio la mayoría de las veces. Exacto,
nos hacíamos con el pájaro prácticamente nunca lo que no nos quitaba
entusiasmo ni le dedicábamos menos horas por eso.
Con el cajón el problema es que pocas veces se atrapaba al pájaro,
si encima le sumamos que hacerse con uno era harto difícil, el entretenimiento
se hacia un poco menos interesante de lo debido, cuestión que fue resuelta
cambiando el cajón por un marco con tela para mosquitos. Ahora sí que caían como moscas aunque era más
difícil agarrarles si no querías romper
la tela que era de plástico y muy dada a
romperse. No agarrábamos a ninguno, todos se escapaban pero no sin antes haber
sido atrapados y eso era recompensa suficiente y mil veces mejor que dormir la
siesta.