Con cada clase en la que participo, en
cada una, confirmo que tuve excelentes Senseis. En detalles nimios y en los que
son evidentes, resaltan y son visibles para cualquiera. En diferentes apartados
que hacen al todo, desde el asunto de ponerse el Judogui en el vestuario a
permitir que un compañero prácticamente 30 años más joven, te proyecte y al
hacerlo crezca cómo Judoka. No todos los días ni en todos los Dojos, un Ni Dan
te deja proyectarle, tantas veces cómo ataques buenos le hagas; ese privilegio
que muchos no pueden entender, poco saben de esto y otros todavía no alcanzaron
a comprender, nace en aquellos Senseis que tuve y me trasmitieron ese saber, la
sabiduría que enraba, que esconde. Y hoy, otro Sensei valora en su exacta y
justa medida, sabe perfectamente lo que hago y los motivos, no necesita agradecérmelo
y lo hace al ponerme con sus potrillos, mostrándome la confianza que eso supone. Se me desarma el Judogui, me giro cara
a la pared, desato el pantalón, lo acomodo y ato con firmeza, arreglo la
chaqueta y ato el cinturón; ya estoy en condiciones de seguir; toca Ne Waza,
técnicas de suelo y estamos con unas que requieren agarrar las solapas, mi
compañero manifiesta socarrón que debo ser el único que lleva el Judogui tan
arreglado, le digo que así, jamás podrán usar contra mí, mis propias solapas,
me desarma el Judogui mientras pienso en Sensei Firpo, no le agarrabas una
solapa ni a palos o Sensei Erlich al que tampoco se la ganabas. Detalles nimios
que al final no lo son tanto; si tus solapas no están a merced de tus rivales,
no serán usadas en tu contra, fácil de entender, ¿verdad? El Judogui bien
puesto no solo es bonito, no solo es protocolario, no solo es una muestra de
disciplina y respeto; es además combate en su expresión más pura, es una
estrategia de combate. Como el cinturón escurrido en las caderas, aunque ahora
no se pueda agarrar, sigue estando ahí y sigue siendo una manija que si es
agarrada, resulta muy potente. Hasta un cierto punto, fue chiripa, suerte, planetas alineados; desde
ese punto, hasta este donde me encuentro, fue trabajo. Ellos, mis Senseis, no
se planteaban si era demasiado lo que me pedían y a mis compañeros o lo sería,
solo exigían para que sacáramos todo lo que fuéramos capaces de dar; no cómo
ahora que se trabaja suavecito, no sea cosa que se asusten y se vayan, dejen de
pagar la cuotita y ves perversiones que son derivadas de esa política tan
equivocada y tan actual. Y lesiones perfectamente evitables si se enseñara a
caer tal y cómo se debe hacer y si se enseñara a aceptar que no se puede ganar
siempre. Poder reír y disfrutar, cómo lo hago actualmente en el tatami, aunque
este lejos de poder hacer todo cómo es debido, es un privilegio añadido que me
he ganado a base de trabajar sobre lo que me enseñaron hace ya mucho tiempo,
las brazas de aquel fuego sagrado, digamos que pueden volver a arder si consigo
llegar a un estado físico decente. Es obligar al Sensei a
pararme para que no me pase de vueltas al tener el motor todavía fuera de punto
y hacerle reír asombrado, cuando me ve porfiar decidido, tratando de hacer una
más o dos; estirando al límite, buscándolo y sobrepasándolo, nadie me obliga,
yo lo hago. Los privilegios se ganan,
siempre; aunque no me gane tener a dos genios, dos monstruos enseñando Judo y a
otros que colaboraron activamente y que no suelo nombrar pero recuerdo
perfectamente: era el hijo de Firpo, del Viejo Firpo o Viejo a secas pero no
fue eso lo que les llevo a trabajar conmigo, hoy se que lo que les empujo a
limar mis aristas, fue ver las ganas que le ponía, esa búsqueda permanente de
respuestas y la entrega total, cuando estaba con el Judogui y bajo las plantas
de mis pies, había tatamis de paja de arroz o de lo que usando la inventiva,
convirtieran en un tatami y en ese proceso, Sensei Marcelo Erlich fue más determinante
que Sensei Firpo. Hoy, cuando veo a alguien que se esfuerza, cómo ellos, le
enseño, le corrijo y le guio para que pueda encontrar su camino dentro del
Judo, de alguna manera, eso hace que el circulo se cierre pero a su vez lo
convierte en un sin fin de círculos; algunos de esos jóvenes, dentro de tres décadas,
harán lo mismo con otros jóvenes, perpetuando lo que Jigoro Kano nos regalo y
muchos se empeñan en convertir en otra cosa, desde la ignorancia, que no les
disculpa lo más mínimo o desde la soberbia que les condena irremediablemente.
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